La Jaula del Pájaro
Francisco Febres Cordero |pajaro@eluniverso.com
A los muchos años encontré a Gilberto Almeida en su casa de San Antonio de Ibarra. Esto fue lo que me dijo: He dejado de pintar los últimos seis meses. Durante esta época he estado alimentándome psíquicamente, preparándome para lo que viene. Mentalmente estoy limpio para lo que voy a hacer. Comenzaré con un cuadro al que llamaré Autorretrato de un ser humano sin luna ni estrellas. Iniciaré mi nueva obra con gran soledad. Parto desde cero.
También voy a escribir cartas en mis cuadros, utilizando una serie de signos, de grafías. Y, a mi manera, voy a pintar los éxodos.
Va a ser un arte esperanzado, un homenaje a la gente. Quiero que mis cuadros queden en la memoria del espectador.
Esta obra no la venderé. Serán cuadros grandes, en que pretendo volver a la síntesis. Ya me cansé de que me pidan cuadros con puertas. No me interesa vender. Quiero también ir a Guayaquil para encerrarme a pintar. El clima, la ciudad, la gente me fascinan.
Pertenezco a una familia de ex terratenientes. Pero los Almeida tenemos un origen que se ha guardado en secreto.
Mi padre era ganadero y agricultor. Le gustaban los caballos. Sus actitudes ante la vida eran poéticas. Él nos introdujo en el mundo de la lectura. Por eso, hasta ahora leo todo lo que cae en mis manos, bueno y malo, ya que de todas maneras a través de los libros se aprende. Éramos siete hermanos. Yo me crié en un ambiente de enorme sensibilidad.
El arte me entró por el olfato. Había un taller en una esquina del pueblo de San Antonio de Ibarra. Una vez, al pasar por allí, olí algo agradable. Seguí el aroma y di con el taller del maestro Luis Reyes. El olor que salía era de aceite de linaza, que se me impregnó y me cautivó. El olfato me hizo pintor.
Mi padre pretendía que yo fuera agricultor. Nunca se imaginó que yo quería ser pintor. Cuando se lo dije, él me respondió: ¿Acaso eres hijo de cura? Es que en esa época estaba en auge Mideros, cuya pintura era totalmente religiosa, y por eso mi papá pensaba que la pintura y la religión estaban íntimamente ligadas.
Cuando murió mi padre nuestra familia quedó muy pobre y yo me vi obligado a trabajar en todo lo imaginable. Fui hasta peón. Todo. No tuve más remedio que trabajar muy duro para educarme.
En el camino encontré amigos que me ayudaron en mi formación, como Luis Gonzalo Cornejo. Él era socialista y, en su pobreza, me regaló una carpeta con cartulinas japonesas, pinceles y acuarelas. Otra vez me invitó a pintar y me llevó a la estación del ferrocarril. Allí me enseñó a ver la caída de la tarde y la llegada de la noche. Las luces y las sombras. Palpé esa transición y con eso recibí la más grande lección. Creo que fue en ese instante en que aprendí todo.
Me casé a los 24 años. Para alimentar a mis siete hijos, dibujaba por toneladas.
Un día fui a la calle de La Ronda, en Quito. Y vi cómo un señor cerraba una puerta. Fui a mi casa y pinté la puerta, de memoria. Vino Pablo Charpentier y me quiso comprar ese cuadro. ¿Cuánto vale?, me preguntó. Yo le dije que 2.500 sucres. Te doy 500, me dijo. Le mandé a la mierda. Cogí un marcador y le puse título al cuadro: Hasta mañana, Pablo. Esa obra se subastó luego. Desde entonces, todo el mundo empezó a pedirme cuadros de puertas, de portones. Llegué casi a la artesanía haciendo puertas y portones. Pero gracias a eso pude educar a mis hijos, construir mi casa, comprarme terrenos, tener auto y cosas de esas.
Nací en 1928.
Deseos, proyectos...
Mi vida como pintor ha sido de lo más agradable. He gozado la vida. He tenido grandes amigos y amigas. Aunque, claro, como soy hipersensible, también he sufrido.
Ahora me hallo empeñado en crear la bienal internacional de arte popular, en Ibarra. Pero estoy en vísperas de renunciar a la idea, porque no he encontrado apoyo de ninguna naturaleza. Las personas y las instituciones parecen no interesarse en mi proyecto.
Entonces lo que hice fue construir un museo donde expondré arte precolombino y contemporáneo. Pretendo hacer exposiciones variadas, un centro al cual vengan los pintores y den charlas, conferencias. Toda la edificación la hice yo. El proyecto está casi terminado.
Aquí, en la provincia de Imbabura, se hacen los más bellos bordados, con la creatividad indígena. Zuleta tiene como símbolo la hoja de trébol. Cada región tiene su símbolo. Los de Natabuela, la hoja de taxo. Y así. De eso, se pasa a la arquitectura. El arte popular es ilimitado.
Lo malo es que estamos globalizados. Y esa globalización tiende a estandarizarnos. La obligación es rescatar nuestra cultura para, a través del arte, poner un dique a la globalización, que pretende hacernos a todos iguales.
Debo mucho a Guayaquil. Se formó en Quito la Asociación de Pintores Jóvenes. Nos invitaron a que intervengamos en el Salón Fundación de Guayaquil. Participé. Gané el segundo premio. Los artistas hicieron cuota para pagarme los pasajes de avión y darme mil sucres para los gastos. Eso fue en 1958. Yo estaba recién casado. En Guayaquil hice amigos del alma. Me prepararon un homenaje en la casa de Edmundo González del Real, situada en las afueras de Guayaquil. De esa reunión salió la Manga, un grupo bohemio de intelectuales, pintores, escritores, músicos, poetas. Nos reuníamos cada ocho días. Eso me llevó a trasladarme con mi familia a Guayaquil, donde viví algunos años. Por esa razón mucha de mi obra está allá. Pinté las casas de madera, los portales, los zaguanes. Si el olor a madera húmeda me atraía, no se diga los grillos. Yo dormía con la música de los grillos.
He caminado cientos de kilómetros para tratar de entender a la gente, he conversado con todos. Con eso aprendí a humanizarme.
A mi padre no le gustaba conversar de la familia. Pero decía que descendíamos de reyes. Decía que éramos parientes de Juana La Loca, y eso sí le creí, porque todos nosotros somos locos. Y decía también que sobre nuestra familia pesaba una maldición, por culpa de un cura. Una maldición que llegaba hasta la séptima generación. De cualquier tragedia que ocurría en la familia le echaban la culpa a la maldición del cura. Con el tiempo desentrañé el gran secreto: en el siglo XVIII, Manuel María Almeida tuvo un hijo con una dama de apellido Verdugo. Luego, para tapar su culpa, se metió a cura y continuó con sus aventuras en el convento de San Diego, desde donde huía trepándose a un Cristo para ganar la ventana. El hijo del padre Almeida fue adoptado por un matrimonio también de apellido Almeida.
Nosotros descendemos del padre Almeida, el de la leyenda. En el retrato que está en San Diego se puede ver que tiene la misma cara de mi padre o de mis tíos. En todas las generaciones hay tres o cuatro Manuel María en la familia, en honor a ese cura sinvergüenza.
De preseas e influencias
El Gobierno me va a otorgar la condecoración de la Orden Nacional Al Mérito, que la recibiré junto con Francisco Coello, Theo Constante y Nelson Román. No he sido proclive a los homenajes pero, de alguna manera, este me enorgullece y me obliga a trabajar más.
Tengo influencias de Rendón Seminario, de Kingman, de Viteri, de Tábara, pero no en las formas, sino en la conducta de autenticidad.
Mi padre me mandaba a estudiar la escuela primaria a Atuntaqui, para lo cual yo tenía que caminar siete kilómetros de ida y siete de regreso. Eso me sirvió para comunicarme con la gente del campo y entenderla.
Cuando comienzo a trabajar soy una bestia. No siento el paso del tiempo. Me planto frente al caballete a las seis de la mañana y dale y dale, hasta que casi no puedo tenerme en pie.
En mi pintura hay un color alegre, popular.
Tengo una colección de arqueología de todo el país, que estará en el museo. Muchas piezas las he encontrado yo, en varias excavaciones. Otras, las he comprado. Son piezas magníficas, bellísimas.
Soy también loco por la naturaleza. ¿Qué culpa tengo?
A veces me siento solo y me meto a un cuarto, bajo siete llaves. Pero se me pasa rápido. No me amargo. En ocasiones me dan rabietas y pego carajazos, pero me tranquilizo rápido.
Más que buena salud, he tenido buen carácter para soportar mis enfermedades. La muerte no me angustia, la tomo como algo natural, que tiene que llegar.
Todo lo hago con la izquierda. Pinto con la izquierda, pienso con la izquierda y oigo con la izquierda. El oído derecho lo tengo perdido.
Mi mujer es tierna en muchas cosas pero, como es hija de militar, es un tanto mandona. Su padre fue un general de la República, héroe del alfarismo. Así y todo, ella no ha podido meterme al orden. Quiere que todos los días me ponga corbata, que tenga los zapatos cepillados y cuando estoy pintando y me mancho, se pone furiosa.
La vanidad es un defecto de pendejos. Pero el orgullo no, eso es otra cosa.
Parte de mi infancia la pasé en el Carchi, donde mi padre tenía una hacienda. Allí procesábamos azúcar en unos pondos enormes que tenían un hueco abajo para que cayera la melaza. A los ocho días teníamos azúcar morena, con la que yo hacía muñecos y figuras. Creo que de allí me nace el gusto de trabajar con las manos.
Yo vengo del loco, del loco del padre Almeida. Pertenezco al mundo de los locos.
Cuando era pequeño, mi papá me llevó una madrugada al campo. Oscuro. Frío. Se sentó y me cubrió con su poncho. Yo no sabía de qué se trataba, hasta que comenzó a salir el sol. Entonces me mostró cómo nacía una planta, cómo el sol la hacía brotar de la tierra. Esa fue la mejor experiencia de mi vida: ver cómo nace una planta.
Texto tomado de: La Jaula del Pájaro http://www.eluniverso.com/