Escrito por: Jorge Martillo Monserrate
Tarde de sábado. Una luz de oro gastado ilumina a Enrique Tábara. Rodeado por sus cuadros más recientes, luce una cabellera plateada, pero la misma mirada y sonrisa maliciosa de años atrás. Conversamos en su residencia del Barrio del Centenario, a la que llega los fines de semana desde Cuatro Mangas (recinto a escasos kilómetros de Quevedo, provincia de Los Ríos), donde se refugia a pintar la obra que expondrá este año en el Museo IVAM (Instituto Valenciano de Arte Moderno), de Valencia, España.
“Cuando veo un muro inca me emociono, ahí está dicho todo, siempre me ha impresionado esa síntesis arquitectónica”.
Enrique Tábara Zerna
Enrique Tábara Zerna nació en Guayaquil en 1930. Cuatro años después, buscando almejas en la playa de Puná, encontró unas torteras –diminutas piezas de cerámica– y viendo esos dibujos precolombinos de pelícanos, monos, pájaros y peces quedó hechizado por el arte. “Ese fue el primer momento que le cogí amor a todas esas culturas y formas artísticas que han inspirado mi trabajo”. Así empezó a dibujar. Años más tarde descubrió los colores a través de su hermana.
A los 16 años ingresó a la Escuela de Bellas Artes, pero se retiró en 1951 sin culminar sus estudios. Aunque cree que estudiar es vital para un artista en formación, siempre resalta a sus maestros: Hans Michaelson y Luis Martínez Serrano.
“Me retiré porque mi profesor de pintura, Michaelson, cuando estuvo delicado de salud salió de Bellas Artes. A mí me interesaba lo que me enseñaba, era bien exigente, quería que sus alumnos fueran muy buenos pintores. Él te decía: la pintura no es dibujo, la pintura es color, hay que manejar el color”. De Martínez Serrano cuenta: “Quería que dibujáramos perfecto y cuando no lo hacías se ponía furioso”.
Retornando al presente, Tábara opina que ahora los jóvenes pintores creen que nadie ha hecho arte antes de ellos. “Antes éramos rebeldes –expresa retrospectivamente– en el sentido de que no estábamos de acuerdo con el arte acaramelado que se hacía. Estábamos a favor del realismo social.
Admirábamos a Diógenes Paredes, a Guayasamín, a Kingman, hasta que se nos metió en la cabeza el arte abstracto”. Comenta que, por ejemplo, en el ITAE hay muchachos con talento “pero hay profesores que quieren imponerles su estilo y eso me parece mal, porque no puedes seguir los pasos de tu maestro”.
Tiempos del realismo social
Retirado de Bellas Artes, el joven Tábara frecuenta barrios marginales. Dibuja esos ambientes y personajes: escenas de salones de baile y bebidas, los niños carboneros del barrio Garay, las trabajadoras sexuales de la calle Machala, etcétera. Cuenta que una vez ingresó a uno de esos cuartos.
“La chica se desnudó y yo la dibujaba –recuerda como si la mujer aún estuviese frente él–. Se sorprendía que la alquilaba para dibujarla nomás, le pagaba y me llevaba mi buen dibujo, que luego transformaba en el estudio”.
Ese realismo social estuvo en su pintura hasta 1953, cuando se encaminó hacia el arte moderno. En 1955, a sus 25 años, viaja a España.
Durante 9 años, al confrontar su pintura con la de maestros europeos, entendió que había mucho por aprender. El pintor alemán Will Faber lo conectó con otros artistas como el poeta catalán Joan Brossa, líder del grupo de Barcelona. Luego de sus primeras exposiciones, el marchante suizo George Kasper le hizo un contrato de 5 años y realizó 15 exhibiciones en diversas ciudades del continente europeo. Experiencia que Tábara considera como su éxito. También valora que el escritor francés André Breton lo invitara a integrar junto con Salvador Dalí, Joan Miró y Eugenio Granell la delegación española para el Homenaje al Surrealismo.
Ese sábado, la conversación es una navegación entre el pasado y el presente. En el 2007 a pretexto de su postulación al Premio Velázquez, Tábara visitó España por varios meses. Triste comenta que casi todos sus amigos ya han muerto y que ese país ya no es el de antes “cuando había una cordialidad para todos los latinoamericanos porque éramos hijos de la madre patria. Ahora hay más bien un poco de frialdad hacia el extranjero”.
Nacimiento de ‘pata pata’
En 1964 regresó con la temática precolombina. Pero en 1968 creó la que es su huella digital: la serie de Pata pata: “El solo hecho de que a la gente no le gustaba me estimulaba a trabajar más –evoca después de 41 años–, experimenté con coloraciones que antes nunca había encontrado, tomaba apuntes que se transformaban en cuadros de piernas, luego piernas con zapatos y pantalones con zapatos”.
Después pintó paisajes e insectos que terminó fusionando con las inevitables patitas.
La luz dorada de ese sábado, se posa sobre sus cuadros más recientes que descansan en caballetes o cuelgan en la sala.
Enrique Tábara señalándolos, uno a uno, afirma que conforman una nueva etapa de su pintura. “Esta obra tiene un treinta por ciento de minimalista pero presente sigue el mundo de las patas, que es como mi otra firma”, explica rodeado por sus lienzos en solo dos o tres colores.
Son parte de los 50 cuadros que pinta en la tranquilidad de Cuatro Mangas exclusivamente para exponer en el museo de Valencia y que quizás titule Un homenaje a la América Precolombina, porque no ha podido borrar de su memoria las formas incas.
“Cuando veo un muro inca me emociono, –confiesa Tábara– ahí está dicho todo, siempre me ha impresionado esa síntesis arquitectónica”. Luego mostrará otra obra en Barcelona.
Recuerdo que hace diez años, planteó la idea de crear, en Guayaquil, el Museo Pata Pata para el cual él donaría 400 cuadros. Después impulsó la creación, en Cuatro Mangas, de un museo arqueológico para el cual ofreció donar su colección de 4.000 piezas arqueológicas y un terreno de una hectárea.
El actual Gobierno firmó una carta de intención para realizarlo, pero dice el pintor que hasta ahí llegaron las gestiones. La única certeza es que Enrique Tábara en la tranquilidad de su taller de Cuatro Mangas continúa creando, a trazo y paso firme, su mundo mágico de Pata Pata.
Texto tomado de: Diario eluniverso.com
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